En México no hay tragedia.
Todo se vuelve afrenta.
—Carlos Fuentes
¿Por qué Carlos Fuentes no
vivía en México? Se pasó la vida en el extranjero, desde niño, en Santiago y en
Buenos Aires, en Washington. Dio clases en Cornell University, en Ithaca, Nueva
York. También en la Universidad de Cambridge, en Inglaterra. Las últimas
décadas de su vida las disfrutó en Londres, ciudad que prefirió por encima de
todas las otras
—como París, que amó— en las que brilló y en las que pudo
haber hecho su vida hasta el final. Además no quiso que lo enterraran en
México. Prefirió que sus cenizas quedaran en el cementerio de Montparnasse,
donde reposan Jean-Paul Sartre, Julio Cortázar, Susan Sontag y Porfirio Díaz.
“Es que no se puede vivir aquí. Te lo digo en serio. Yo no quiero
servir ni a Dios ni al diablo: quiero quemar los dos cabos. Y aquí no puedes”,
dice así Juan Luis, el personaje de uno de los cuentos más bellos de Carlos
Fuentes: “Un alma pura”, que destaca entre los otros que componen Cantar de ciegos, un libro de 1964.
“Si sólo quieres vivir, eres un traidor en potencia: aquí te
obligan a servir, a tomar posiciones, es un país sin libertad de ser uno mismo.
No quiero ser gente decente. No quiero ser cortés, mentiroso, muy macho,
lambiscón, fino y sutil. Como México no hay dos… por fortuna.”
En otro de sus relatos alguien dice: “El alcoholismo, el
periodismo, la militancia política,
me devoraban, por eso me fui de México.”
Carlos Fuentes venía con mucha frecuencia y cada una de sus
páginas nos habla de su gran amor al país. Pensaba que aquí no podía escribir.
Los eternos desayunos y las largas cenas hasta las 2 de la mañana, el teléfono,
las entrevistas, podían interrumpir el proceso de concentración continuada sin
el cual el escritor no puede vivir. Pero el caso es que Carlos Fuentes no vivía
en México. Muy su derecho. ¿Quién, pudiendo, no viviría un año en Roma y otro
en Berlín? Había tal vez algo que no le gustaba de México, y no porque lo
considerara un país de segunda e irredimible.
Llamaba la
atención su ausencia porque se supone que un novelista tiene que estar en
contacto con el habla de su pueblo. Necesita escuchar todos los días el
lenguaje de la plebe, de la vida cotidiana, los nuevos usos del español que
cambian con cada generación.
Y es que hay algo muy feo un México, como para hacer tierra
de por medio: un lado negro, un dark side,
y ese aspecto diabólico puede ser su clase política y la policía: el gran
sistema de dominación mediática, la hipocresía respecto al lavado de dinero. Y
más que la corrupción, la impunidad y la difuminación del Estado. El sistema
judicial como un horror, un laberinto infernal al que todos estamos expuestos.
Un México de cabezas cortadas, de torsos esparcidos en la noche y niebla de
México. Un país en el que no hay elecciones confiables y se hace de la
televisión una Reina que designa Presidente.
Junto a sus mejores gentes, a todo los ancho del país: al
lado de sus bellezas naturales y el heroísmo de muchos para ganarse la vida,
parece triunfar lo peor de nuestra estirpe: an
infernal paradise, ni más ni menos, un Paraíso
infernal, como el libro de Ronald G. Walker publicado por el FCE en 1984 y
traducido por José Agustín. Walker estudia la percepción que algunos novelistas
británicos (Malcolm Lowry, Graham Greene, Aldus Huxley, Evely Vaughm) han
tenido de México.
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