domingo, 7 de octubre de 2012

Todos los periodistas muertos




En memoria de
Arturo Rosenblueth

Me ví de pronto en Culiacán hablando con reporteros en activo y estudiantes de periodismo que, hacia el final del desayuno en el Bistró Miró, me preguntaron qué pensaba de los periodistas muertos en el ejercicio del deber. La frase me pareció alusiva tanto a policías como a soldados caídos en la primera línea de fuego, pero en realidad los muchachos me preguntaban por los casos recientes de periodistas asesinados.
  Les dije algo que venía pensando en esos días: que no tenía sentido que se jugaran la vida reporteando los asuntos del narco o sus crímenes; que no valía la pena, que la sociedad mexicana no se lo merecía, que al gobierno no le importaba. No lo hagan. Nadie se les va a agradecer. Los van a dejar solos, como dejaron en Tijuana solo a Jesús Blancornelas. A nadie le importa. Todavía, más de veinte años después, los asesinos de Héctor Félix Miranda en Tijuana se mueren de la risa. Supieron desde entonces que actuaban en un país donde el Estado casi ya no existe y donde tener poder equivale a tener impunidad, sobre todo si se es hijo de un secretario de Estado. A un conocido abogado penalista le pregunté entonces, en abril de 1988, a mi regreso de Tijuana a donde fui enviado por Proceso para cubrir la muerte del Gato:
  —Oye —le dije a Juan Velázquez—, si en México eres hijo de un secretario de Estado y mandas matar a un periodista ¿no te pasa nada?
  —En México —me contestó el penalista que no tiene oficinas ni secretarias ni mensajero: trabaja con un celular en su casa y en los cafés— si eres hijo de un secretario de Estado puedes matar si quieres a tres periodistas y no te va a pasar nada.
  Sigo pensando lo mismo.
  La sociedad mexicana no se lo merece. Un muchacho de El Imparcial de Hermosillo, Alfredo Jiménez, se pierde por los rumbos de Álamos y el paso a Sinaloa por caminos vecinales en los tiempos del gobernador Eduardo Bours, y todavía se le clasifica como “persona desaparecida”. Ha habido casos en que se disfraza como “crimen del narco” la eliminación de un periodista más bien por deseos del gobernador. Los criminales se apuntan este favor y ya sabrán cómo cobrarlo más tarde.
  Cuenta Carlos Moncada que en un principio Sinaloa era de los estados con más crímenes de este jaez. Últimamente, dice el periodista de Hermosillo, le van ganando Tamaulipas, Chihuahua y Veracruz. Estos son los estados más peligrosos para los periodistas, según la cartografía del crimen. Oficio de muerte, de Carlos Moncada, aparecerá a finales de octubre publicado por Mondadori. De 1860 a 2012 han sido asesinados por lo menos 200 periodistas. Es muy probable que sean más.
  Se trata de la investigación más exhaustiva que se ha hecho sobre los crímenes en contra de periodistas. “No quiero que este libro sea un amontonamiento de cadáveres y un río de sangre”, dice Carlos Moncada. El primer periodista asesinado, el 25 de diciembre d 1860, fue Vicente Segura Argüelles, director del Diario de avisos, de la ciudad de México. Era liberal y se enfrentó a balazos con soldados del general Miguel Miramón.
  De cada cien mexicanos ochenta se informan por la televisión. Ya vimos lo que esto significó en las elecciones presidenciales pasadas. Televisa se instaló en el poder al apostarle a una masa inocente, pobre y desinformada que, para comer barbacoa ese domingo, estaba dispuesta a dar su voto por mil pesos como en la serie televisiva colombiana El patrón del mal. De esos cien compatriotas, que podemos imaginar en una tablero de ajedrez o en una plaza como la del centro de Oaxaca, seis se enteran de lo que pasa en el país y en el mundo a través de la prensa escrita. El análisis de un escritor, el artículo de un especialista, la opinión de un periodista de buena pluma (puede ser Sheaffer, Cross o Mont Blanc) y con sentido de la síntesis, es posible que le llegue cuando mucho a unos seis lectores. Lo mismo la mejor crónica de Juan Villoro o de Magali Tercero o de Diego Enrique Osorno o Fabrizio Mejía Madrid o Javier Valdez,  apenas llegará a los ojos de los no más de seis ávidos ciudadanos que compran los quince ejemplares de La Jornada que llegan los domingos a Mérida, a San Cristóbal o a la librería El Día de Tijuana.
  Los ensayos reportaje se dan, pues, más en el libro que en Televisazteca, donde nunca se verá ni oirá una investigación periodística sobre el lavado de dinero negro en México (que Calderón no quiso combatir en serio) una mención de los bancos y las casas que lo practican.
  No pocas veces me he preguntado por qué mataron a Manuel Buendía en 1984. ¿Por qué no lo venadearon desde un edificio del rumbo, tipo Dallas? ¿Por qué no le disparó un sicario de casco-máscara desde una motocicleta, tipo Bogotá o Medellín, cuando el columnista se dirigía en su mustang a media noche hacia su casa? ¿Por qué hubieron de hacerlo a las seis y media de la tarde enfrente de miles de testigos, a la vista de todo el mundo (como en la carta robada de Edgar Allan Poe) en plena avenida Insurgentes y en la Zona Rosa? Tal vez para eso. Para que se viera. O porque tenían mucha prisa.
  Lo que me intrigaba más bien era el motivo. ¿Lo asesinaron porque iba a publicar algo que acalambrara a Miguel de la Madrid o a Miguel Barlett (secretario de Gobernación entonces) o al señor de quién sabe qué? ¿Desde cuándo en México importa lo que se denuncie en primera plana y a ocho columnas? De todas maneras, y eso los saben antes que nadie los políticos, el Ministerio Público no actúa. Entonces, ¿de qué preocuparse? ¿Por qué matarlo? Contemporáneo de un periodismo sin consecuencias, por valiente que sea, no sentí entonces ni ahora que ése fuera la razón causa o motivo que se tuviera para callarlo. Lo que sí sospeché fue que tal vez sólo una gente del narco, poco ilustrado y nada consciente de la poca importancia que tendría en la prensa mexicana una publicación semejante, podía inquietarse creyendo que era muy grave y perjudicial.
  Siempre me produjeron una gran admiración mis compañeros de Proceso que se arriesgaban haciendo reportajes. El mismo Julio Scherer. No tenía yo el temperamento ni el carácter para ir a las dos de la mañana a ver a un exagente de Gobernación que estaba en un carro en la colonia Álamos y que quería ver a Carlos Marín porque lo seguían unos guaruras. Sobre todo cuando el exagente había dado una entrevista sobre una carga más de la Brigada Blanca. Y Marín iba. Yo me hubiera muerto del miedo. Otros temerarios eran Paco Ortiz Pinchetti y José Reveles, Nacho Ramírez, el Billy Correa, el Gerry Galarza o Rodrigo Vera, a quien en algún hotel de Chihuahua la tocaban la puerta de su cuarto unos personajes ensombrerados y siniestros a las tres de la mañana para ver ¿qué onda mi amigo, qué anda haciendo por acá, a qué se dedica? No, es que vine a hacer una mediciones, soy ingeniero de la Reforma Agraria. Todos, pues. Yo me hubiera cagado del miedo.
  Julio Scherer es alguien que piensa que siempre le va a ir bien, que nunca le va a pasar nada. Toda su vida de periodista se la ha pasado atravesando el lago Constanza.* Por eso recorría las calles de Harlem en Manhattan a las dos de la madrugada y por los barrios más bravos de los años 60 cuando Nueva York era muy peligrosa y te cortaban la yugular a la vuelta de la equina. Lo contrario de la paranoia: no sentirse perseguido, no captar el peligro, a mí no nunca me pasa nada, no hay que atraer el peligro. Hasta una vez que lo agarraron los soldados de El Salvador en un intento que hizo para ir a entrevistar a un jefe guerrillero y le descubrieron unos folletos de propaganda política en el portafolios. De no haber sido por los kabiles guatemaltecos que se lo arrebataron a los salvadoreños Julio no la cuenta. Cierto que lo tuvieron esposado a una litera en una barraca, pero luego lo liberaron porque en la ciudad de Guatemala se enteraron de quién era. Si alguna vez o más de una vez hubo alguna amenaza de muerte, Julio Scherer nunca la denunció en las páginas de Excélsior ni en las de Proceso. Son gajes del oficio y es mi problema si yo elegí este oficio. El lector no tiene por qué enterarse. No es asunto suyo cómo yo consigo la información ni qué problemas puedo tener. El reportero está detrás, se pierde, no es protagonista. La ética y la elegancia en un mismo gesto.
  Para mí trabajar en Proceso era como estar en una base militar de la fuerza aérea en plena guerra por la libertad de expresión. Era como salir a combatir desde una isla del Mediterráneo durante la segunda guerra mundial, como la de Trampa 22, la novela de Joseph Heller, o la de Córcega de donde salió en su último vuelo Antoine de Saint-Exupèry. Cada quien salía en su caza. Scherer era el comandante en jefe y piloteaba un messerschmidt. Yo, un spitfire, Galarza un mustang, Paco Ortiz Pinchetti un zero japonés, Elías Chávez un tigershark, Salvador Corro, otro de esos aviones que, como escribía Faulkner, sonaban como saxofones. Conocimos el país. Volamos sobre la Baja California, el desierto de Sonora, la barranca del Cobre y la selva chapaneca. No ganamos ni perdimos. Salimos empatados con la vida.

Julio Scherer




Me han gustado desde muy joven los cuentos de William Faulkner, los de Estos trece, por ejemplo. Y en particular uno de aviación que está en ese libro: “Todos los aviadores muertos”. Es un relato de la primera guerra mundial en la que intentó participar Faulkner como piloto de la Fuerza Aérea Canadiense, nunca en la de los yanquis. El novelista sureño frecuentaba los temas aéreos porque su hermano se mató en un aeroplano que él, William, le había regalado y se sentía culpable. Y yo me decía respecto a los camaradas muertos en el ejercicio del periodismo mexicano. También, lo mismo: todos los periodistas muertos. Para nada. Porque sí. Porque no se cagan del miedo como yo. Porque insisten en dar la palea. Porque se la juegan por todos nosotros. Porque tienen la pasión periodística. En un país en el que a nadie le importa que los desparezcan, los torturen o los maten. Ni a la indiferente, comodina, televisiva sociedad mexicana, ni al gobierno “del Presidente de la República”. Nadie se los reconoce. En un país en el que hay Estado pero el Estado no está. En una país en el que los dejan solos como a Jesús Blancornelas. No lo hagan, muchachos. En este país no tiene sentido. No vale la pena. Nadie se los premia ni se los agradece. La sociedad mexicana no se lo merece.
  Sigo pensando lo mismo.




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* Atravesar el lago Constanza significa en Austria y Alemania pasar por un peligro sin darse cuenta. Peter Handke rememora esta leyenda en su obra de teatro “El cruce del lago Constanza”: a media noche un jinete va en su caballo por un bosque y empieza a nevar. Se baja, camina jalando al caballo con la rienda, y atisba a lo lejos la luz de una cabañita o una venta. Sigue en esa dirección y al llegar toca la puerta en busca de una cama y comida. Cuando el ventero sale le pregunta:
  —¿Y usted por dónde venía?
  —De allá —le dice el jinete. 
       —No puede ser. El lago Constanza nunca tiene
     más de una pulgada de espesor.
       Entonces el jinete se cae muerto.



---------------------------------------------------Publicado en Variopinto (MexDF), El Silenciero (Ciudad Juárez), El Vigía (Ensenada), Zeta (Tijuana), RíoDoce (Culiacán), Punto y Aparte (Xalapa) y El Heraldo (San Blas).

La política es un cajero




En memoria de
Arturo Rosenblueth Vieyra
En una cierta época de México y del mundo se entraba en la política porque había muchos pobres. Una vocación política estaba definida por la ilusión de poder algún día hacer algo para que ya no hubiera tantos pobres. Con ese fin se aspiraba al poder político. Se creía que sólo con y desde el poder del Estado se podían establecer políticas que pudieran abatir los índices de pobreza.
  Lo creían incluso los priístas, aunque más creíbles parecían los panistas por su idealismo (de los años 40 o 50) y sobre todo los comunistas. No estaba bien que hubiera tantos pobres porque en la pobreza —muchos en la miseria— no se podía tener acceso a buenos servicios médicos, a vivienda modesta pero digna, a buenos alimentos y a escuela. No se podía estudiar si no se llevaba algo en el estómago. En la pobreza las cosas de una generación a otro no podían cambiar. Los niños en ciertas zonas rurales podían morir de una enfermedad gastrointestinal que en la ciudad podía curarse con un antibiótico.
  Ahora ni siquiera les pasa por la cabeza a los grillos pensar (cuando piensan) en los pobres, mucho menos cuando están en la fila de la caja del la cámara de diputados cobrando sus dietas: lo que les corresponde de cajón por ocupar el escaño y lo que se pagan a sí mismos cuando encabezan comisiones. Y ahora se están inventando más comisiones para cobrar más. Siempre están discutiendo de dinero. Mejor que nos depositen. Qué lata hacer cola. Que si pedimos un aumento, que no nos alcanza, que no llegamos a fin de mes con apenas 200 mil pesos mensuales. O que el presupuesto para los partidos políticos, que el IFE necesita más dinero, que hay que darle un bono extra a los magistrados del TEPJF por lo bien que hicieron su labor los sinvergüenzas. Dinero. La política es dinero. 
  Y es como un cajero en el que funcionarios públicos, senadores, diputados, policías, maestros sindicalizados o no, militares, meten su tarjetita y sacan dinero. Se eso se trata.
  Pero en fin, que ganen lo que ellos mismos aprueban que tiene que ganar. Para que puedan pagarse un buen platillo en El Cardenal o en el Bellinhausen (cuya cocina y no es tan buena). Vienen de los estados a México y se la pasan bomba en los restaurantes de la Zona Rosa, de Insurgentes Sur (en el Palomino) o de Santa Fe. Felices. Está bien. Qué bueno. Que coman bien y sabroso unos años. No les va a durar toda la vida. Que tomen sus aviones 52 veces al año a provincia, que utilicen bien sus seguros de vida particulares, uno nunca sabe. Para eso es el dinero que entra a México por concepto de petróleo o de los impuestos. Para que viajen al extranjero con viáticos, a darse la vuelta por Europa o por Asia. Qué bueno que conozcan mundo y que no anden dando lástima allá en sus viajes, que lleven un buen billete para sus gastos. De quedarse en Sahuaripa o en Sebastián del Oeste nunca se hubieran subido a un avión de Lutfhansa.
  Está bien pagar impuestos para que el licenciado Beltrones se compre más corbatas Hermes de tres mil esos, para que el licenciado Gamboa se compre otra camioneta, para que el hijo de Marta Sahagún se pasee ya sin temer con su fuero y pueda seguir haciendo negocios con sus cuates. Para eso se meten de diputados, para conseguir impunidad (el bien más valioso de la política mexicana) y por los 200 mil pesos mensuales (salario mínimo) durante tres años.
  Es un sistema de saqueo. México es como una bola de queso y su clase política se compone de los gusanos que se comen la bola hasta hartarse. Pero no se hartan. No se la acaban.