martes, 15 de mayo de 2012

La paradoja del gobernante


Siempre ha fascinado a hombres y a mujeres la capacidad histriónica que todos los días demuestra un profesional del poder. Está en la naturaleza misma de su oficio la necesidad de fingir. Gobernar es hacer creer. Por eso el trabajo del político es tan delicado como el del actor.
  En La paradoja del comediante, Denis Diderot piensa que los afanes del actor son los mismos del gobernante e iguales a los del escritor: el propósito común a todos ellos es establecer la verosimilitud. Y a lo largo de todo este diálogo, que el director de la Enciclopedia encomienda a dos interlocutores imaginarios, se va discurriendo en la idea de que es más creíble el fingimiento que la sinceridad: “Los comediantes impresionan al público no cuando están furiosos sino cuando fingen perfectamente el furor. En los tribunales, en las asambleas, en todos los sitios en los que se quiere dominar los ánimos, se finge ya la ira, ya el temor, ya la piedad, para producir en el auditorio esos distintos sentimientos. Lo que no logra una pasión efectiva lo consigue una pasión bien imitada.”
  Una vez le pregunté al poeta español Claudio Rodríguez hasta qué punto la poesía es una mentira y me contestó:
  —Es lo que llamaba Diderot la “paradoja del comediante”. Una persona puede estar sintiendo mucho y no poder expresarlo. Puede producir risa. Él cuenta la anécdota de un actor que se suicida en escena. Se suicida de verdad y entonces produce risa en los espectadores. En cambio, el gran actor finge que se suicida. Y entonces produce pánico, drama: el público se conmueve hasta las lágrimas. ¿Cuántos poemas de amor (en Quevedo, por ejemplo, que nunca tuvo capacidad amorosa) son mentira? Lo que dice Quevedo no es porque él lo sienta, en el fondo está mintiendo. Lo que importa es el resultado del poema, su eficacia, no que lo haya sentido o no el poeta.
  En eso consiste la paradoja del comediante o en lo que de otro modo explica Diderot: “Cuando se dice de un hombre que es un gran comediante, no entiende nadie que tal hombre siente, sino todo lo contrario: que sabe simular el sentimiento sin sentir absolutamente nada.”

Si Nicolás Maquiavelo es el padre de la propaganda moderna —y no menos que de la antigua— es porque recomienda fingir. En sus textos, pero sobre todo en El Príncipe, desentrañamos toda una disquisición sobre el ser y el parecer. El gobernante puede ser infiel a sus camaradas y a sus compromisos —puede no cumplir con la palabra empeñada— pero tiene que hacer todo lo posible por parecer fiel. Lo que importa es la apariencia. Tener el poder también consiste en aparentar tenerlo, aunque, por ejemplo, no se hayan ganado las elecciones. Por eso, a una menor legitimidad corresponde una mayor propaganda.
  No es necesario que un presidente posea ciertas cualidades —la tolerancia, la paciencia, la lealtad, la generosidad—, pero es muy necesario que parezca tenerlas. Fabricar esa imagen es el trabajo de sus propagandistas.
  El jefe de la tribu, entonces, anda en terrenos que se creía reservados al actor. Tiene que moverse con toda astucia, como en la cuerda floja de los cirqueros, entre el discurso de la verdad y el discurso de la mentira. (Se entiende aquí por “discurso” el río de las ideas, el flujo del pensamiento, el discurrir de la memoria, y también la perorata en la plaza.) Lo chistoso del caso es que cuando el gobernante habla parece que se está tomando en serio y sus más cercanos colaboradores también ponen cara de que está hablando en serio y diciendo la verdad.
  Ya lo percibía Jean Genet, el autor de Severa vigilancia: “El poder no funciona sin teatralidad. Nunca. La teatralidad es el poder. La teatralidad domina en todas partes. Hay un lugar en el mundo en el que la teatralidad no oculta poder alguno, y ese sitio es el teatro. Cuando a un actor lo matan en escena se puede volver a levantar y hacer otra vida. No es nada peligroso. En mayo de 1968 los estudiantes parisinos ocuparon un teatro; es decir, un lugar del que todo poder había sido expulsado, donde sólo quedaba la teatralidad, sin correr peligro alguno. Invito, exhorto a todos a hacer de la vida un teatro.”
  “En una época seducida por el arte del teatro, el siglo XVII tuvo una preocupación csi obsesiva por la apariencia. Si el mundo se percibe en términos teatrales, el auento en la transformación de la apariencia se vuelve un componente esencial del arte de gobernar. La aplicación de las reglas del teatro a la vida política, especialmente en la proyección del reino, es uno de los rasgos más importantes de las monarquías del siglo XVIII”, escribe por su parte J. H. Elliot en su ensayo “Power and Propaganda in Spain of Philip IV”, incluido en el libro colectivo Rites of Power, editado por Sean Wilentz (1985).
  Pero más bien la paradoja del gobernante se parece a la paradoja gatopardiana: que todo cambie para que todo quede igual. Hay que organizar los cambios como apariencias de cambio. ¿Para qué? Para no perder el poder.
  ¿Cómo articuló Giuseppe Tomasi di Lampedusa exactamente su paradójico pensamiento en El Gatopardo?
  Así:
  “Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie.”
  “...y luego todo seguirá lo mismo, pero todo estará cambiando”.
  “Para que todo quede tal cual. Tal cual en el fondo, tan sólo una imperceptible sustitución de castas.”
  “...una de esas batallas en las que se lucha hasta que todo queda como estuvo”.
  La continuidad gatopardiana se resuelve en esa aparente contradicción, en esa verdad política casi de sabiduría maquiavélica. Lo que viene a decir Guiseppe Tomasi es que el poder es uno y el mismo debate hace siglos. Lo mismo en los tiempos de Calígula que en los de Mitterrand. Cambiar para que todo quede igual: esa es la paradoja del gobernante, si quiere preservar el poder. Las situaciones son idénticas. Los personajes no son los mismos pero son iguales. Así era en los tiempos de Plutarco Elías Calles o, mejor dicho, en los de Miguel Alemán: el mismo autoritarismo presidencial, el mismo presidencialismo autoritario, la misma neoantidemocracia, la misma neointolerancia, el mismo neoliberalismo. La máquina del poder y sus dispositivos sigue siendo la misma desde los años de Licurgo. Y no es que sea como un cerebro o una computadora. Se trata de un aparato más primitivo, a pesar de las sutilezas y de la imaginación de los hombres que le dan vida. Las situaciones son las mismas. Los personajes se quitan una máscara y debajo tienen otra máscara. Y así va a seguir siendo en el futuro o al menos mientras se observen las reglas de la comedia humana: que todo cambie menos el principio del poder, es decir: el imperativo de preservarlo a toda costa. El poder por el poder mismo. Así era en los tiempos de Talleyrand y de Metternich. Así es en nuestro tiempo. Es la misma película. Una historia vulgar con personajes vulgares.

Post scriptum: Se me dice que la “paradoja gatopardiana” carece de validez universal: Mijail Gorbachov promovió muchos cambios y las cosas no quedaron como estaban. Al contrario: la utopía socialista quedó de cabeza.
  Sí, es cierto, pero Gorbachov no se mantuvo en el poder.



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