En memoria de
Arturo Rosenblueth
Me ví de pronto en
Culiacán hablando con reporteros en activo y estudiantes de periodismo que,
hacia el final del desayuno en el Bistró Miró, me preguntaron qué pensaba de los
periodistas muertos en el ejercicio del deber. La frase me pareció alusiva
tanto a policías como a soldados caídos en la primera línea de fuego, pero en
realidad los muchachos me preguntaban por los casos recientes de periodistas
asesinados.
Les dije algo que venía pensando en
esos días: que no tenía sentido que se jugaran la vida reporteando los asuntos
del narco o sus crímenes; que no valía la pena, que la sociedad mexicana no se
lo merecía, que al gobierno no le importaba. No lo hagan. Nadie se les va a
agradecer. Los van a dejar solos, como dejaron en Tijuana solo a Jesús
Blancornelas. A nadie le importa. Todavía, más de veinte años después, los
asesinos de Héctor Félix Miranda en Tijuana se mueren de la risa. Supieron
desde entonces que actuaban en un país donde el Estado casi ya no existe y
donde tener poder equivale a tener impunidad, sobre todo si se es hijo de un
secretario de Estado. A un conocido abogado penalista le pregunté entonces, en
abril de 1988, a mi regreso de Tijuana a donde fui enviado por Proceso para cubrir la muerte del Gato:
—Oye —le dije a Juan Velázquez—, si en
México eres hijo de un secretario de Estado y mandas matar a un periodista ¿no
te pasa nada?
—En México —me contestó el penalista
que no tiene oficinas ni secretarias ni mensajero: trabaja con un celular en su
casa y en los cafés— si eres hijo de un secretario de Estado puedes matar si
quieres a tres periodistas y no te va a pasar nada.
Sigo pensando lo mismo.
La sociedad mexicana no se lo merece.
Un muchacho de El Imparcial de
Hermosillo, Alfredo Jiménez, se pierde por los rumbos de Álamos y el paso a
Sinaloa por caminos vecinales en los tiempos del gobernador Eduardo Bours, y
todavía se le clasifica como “persona desaparecida”. Ha habido casos en que se
disfraza como “crimen del narco” la eliminación de un periodista más bien por
deseos del gobernador. Los criminales se apuntan este favor y ya sabrán cómo
cobrarlo más tarde.
Cuenta Carlos Moncada que en un
principio Sinaloa era de los estados con más crímenes de este jaez.
Últimamente, dice el periodista de Hermosillo, le van ganando Tamaulipas,
Chihuahua y Veracruz. Estos son los estados más peligrosos para los
periodistas, según la cartografía del crimen. Oficio de muerte, de Carlos Moncada, aparecerá a finales de octubre
publicado por Mondadori. De 1860 a 2012 han sido asesinados por lo menos 200
periodistas. Es muy probable que sean más.
Se trata de la investigación más
exhaustiva que se ha hecho sobre los crímenes en contra de periodistas. “No
quiero que este libro sea un amontonamiento de cadáveres y un río de sangre”,
dice Carlos Moncada. El primer periodista asesinado, el 25 de diciembre d 1860,
fue Vicente Segura Argüelles, director del Diario
de avisos, de la ciudad de México. Era liberal y se enfrentó a balazos con
soldados del general Miguel Miramón.
De cada cien mexicanos ochenta se
informan por la televisión. Ya vimos lo que esto significó en las elecciones
presidenciales pasadas. Televisa se instaló en el poder al apostarle a una masa
inocente, pobre y desinformada que, para comer barbacoa ese domingo, estaba
dispuesta a dar su voto por mil pesos como en la serie televisiva colombiana El patrón del mal. De esos cien
compatriotas, que podemos imaginar en una tablero de ajedrez o en una plaza
como la del centro de Oaxaca, seis se enteran de lo que pasa en el país y en el
mundo a través de la prensa escrita. El análisis de un escritor, el artículo de
un especialista, la opinión de un periodista de buena pluma (puede ser Sheaffer, Cross o Mont Blanc) y con
sentido de la síntesis, es posible que le llegue cuando mucho a unos seis
lectores. Lo mismo la mejor crónica de Juan Villoro o de Magali Tercero o de
Diego Enrique Osorno o Fabrizio Mejía Madrid o Javier Valdez, apenas llegará a los ojos de los no más
de seis ávidos ciudadanos que compran los quince ejemplares de La Jornada que llegan los domingos a
Mérida, a San Cristóbal o a la librería El
Día de Tijuana.
Los ensayos reportaje se dan, pues, más
en el libro que en Televisazteca,
donde nunca se verá ni oirá una investigación periodística sobre el lavado de
dinero negro en México (que Calderón no quiso combatir en serio) una mención de
los bancos y las casas que lo practican.
No pocas veces me he preguntado por qué
mataron a Manuel Buendía en 1984. ¿Por qué no lo venadearon desde un edificio
del rumbo, tipo Dallas? ¿Por qué no le disparó un sicario de casco-máscara
desde una motocicleta, tipo Bogotá o Medellín, cuando el columnista se dirigía
en su mustang a media noche hacia su casa? ¿Por qué hubieron de hacerlo a las
seis y media de la tarde enfrente de miles de testigos, a la vista de todo el
mundo (como en la carta robada de Edgar Allan Poe) en plena avenida Insurgentes
y en la Zona Rosa? Tal vez para eso. Para que se viera. O porque tenían mucha
prisa.
Lo que me intrigaba más bien era el
motivo. ¿Lo asesinaron porque iba a publicar algo que acalambrara a Miguel de
la Madrid o a Miguel Barlett (secretario de Gobernación entonces) o al señor de
quién sabe qué? ¿Desde cuándo en México importa lo que se denuncie en primera
plana y a ocho columnas? De todas maneras, y eso los saben antes que nadie los
políticos, el Ministerio Público no actúa. Entonces, ¿de qué preocuparse? ¿Por
qué matarlo? Contemporáneo de un periodismo sin consecuencias, por valiente que
sea, no sentí entonces ni ahora que ése fuera la razón causa o motivo que se
tuviera para callarlo. Lo que sí sospeché fue que tal vez sólo una gente del
narco, poco ilustrado y nada consciente de la poca importancia que tendría en
la prensa mexicana una publicación semejante, podía inquietarse creyendo que
era muy grave y perjudicial.
Siempre me produjeron una gran
admiración mis compañeros de Proceso
que se arriesgaban haciendo reportajes. El mismo Julio Scherer. No tenía yo el
temperamento ni el carácter para ir a las dos de la mañana a ver a un exagente
de Gobernación que estaba en un carro en la colonia Álamos y que quería ver a
Carlos Marín porque lo seguían unos guaruras. Sobre todo cuando el exagente
había dado una entrevista sobre una carga más de la Brigada Blanca. Y Marín
iba. Yo me hubiera muerto del miedo. Otros temerarios eran Paco Ortiz Pinchetti
y José Reveles, Nacho Ramírez, el Billy Correa, el Gerry Galarza o Rodrigo
Vera, a quien en algún hotel de Chihuahua la tocaban la puerta de su cuarto
unos personajes ensombrerados y siniestros a las tres de la mañana para ver
¿qué onda mi amigo, qué anda haciendo por acá, a qué se dedica? No, es que vine
a hacer una mediciones, soy ingeniero de la Reforma Agraria. Todos, pues. Yo me
hubiera cagado del miedo.
Julio Scherer es alguien que piensa que
siempre le va a ir bien, que nunca le va a pasar nada. Toda su vida de
periodista se la ha pasado atravesando el lago Constanza.* Por eso recorría las calles de Harlem en
Manhattan a las dos de la madrugada y por los barrios más bravos de los años 60
cuando Nueva York era muy peligrosa y te cortaban la yugular a la vuelta de la
equina. Lo contrario de la paranoia: no sentirse perseguido, no captar el
peligro, a mí no nunca me pasa nada, no hay que atraer el peligro. Hasta una
vez que lo agarraron los soldados de El Salvador en un intento que hizo para ir
a entrevistar a un jefe guerrillero y le descubrieron unos folletos de
propaganda política en el portafolios. De no haber sido por los kabiles guatemaltecos
que se lo arrebataron a los salvadoreños Julio no la cuenta. Cierto que lo
tuvieron esposado a una litera en una barraca, pero luego lo liberaron porque
en la ciudad de Guatemala se enteraron de quién era. Si alguna vez o más de una
vez hubo alguna amenaza de muerte, Julio Scherer nunca la denunció en las
páginas de Excélsior ni en las de Proceso. Son gajes del oficio y es mi
problema si yo elegí este oficio. El lector no tiene por qué enterarse. No es
asunto suyo cómo yo consigo la información ni qué problemas puedo tener. El
reportero está detrás, se pierde, no es protagonista. La ética y la elegancia
en un mismo gesto.
Para mí trabajar en Proceso era como estar en una base
militar de la fuerza aérea en plena guerra por la libertad de expresión. Era
como salir a combatir desde una isla del Mediterráneo durante la segunda guerra
mundial, como la de Trampa 22, la
novela de Joseph Heller, o la de Córcega de donde salió en su último vuelo
Antoine de Saint-Exupèry. Cada quien salía en su caza. Scherer era el
comandante en jefe y piloteaba un messerschmidt.
Yo, un spitfire, Galarza un mustang, Paco Ortiz Pinchetti un zero japonés, Elías Chávez un tigershark, Salvador Corro, otro de esos
aviones que, como escribía Faulkner, sonaban como saxofones. Conocimos el país.
Volamos sobre la Baja California, el desierto de Sonora, la barranca del Cobre
y la selva chapaneca. No ganamos ni perdimos. Salimos empatados con la vida.
Julio Scherer
Me han gustado desde
muy joven los cuentos de William Faulkner, los de Estos trece, por ejemplo. Y en particular uno de aviación que está
en ese libro: “Todos los aviadores muertos”. Es un relato de la primera guerra
mundial en la que intentó participar Faulkner como piloto de la Fuerza Aérea
Canadiense, nunca en la de los yanquis. El novelista sureño frecuentaba los
temas aéreos porque su hermano se mató en un aeroplano que él, William, le
había regalado y se sentía culpable. Y yo me decía respecto a los camaradas
muertos en el ejercicio del periodismo mexicano. También, lo mismo: todos los
periodistas muertos. Para nada. Porque sí. Porque no se cagan del miedo como
yo. Porque insisten en dar la palea. Porque se la juegan por todos nosotros.
Porque tienen la pasión periodística. En un país en el que a nadie le importa que
los desparezcan, los torturen o los maten. Ni a la indiferente, comodina,
televisiva sociedad mexicana, ni al gobierno “del Presidente de la República”.
Nadie se los reconoce. En un país en el que hay Estado pero el Estado no está.
En una país en el que los dejan solos como a Jesús Blancornelas. No lo hagan,
muchachos. En este país no tiene sentido. No vale la pena. Nadie se los premia
ni se los agradece. La sociedad mexicana no se lo merece.
Sigo pensando lo mismo.
* Atravesar
el lago Constanza significa en Austria y Alemania pasar por un peligro sin
darse cuenta. Peter Handke rememora esta leyenda en su obra de teatro “El cruce
del lago Constanza”: a media noche un jinete va en su caballo por un bosque y
empieza a nevar. Se baja, camina jalando al caballo con la rienda, y atisba a
lo lejos la luz de una cabañita o una venta. Sigue en esa dirección y al llegar
toca la puerta en busca de una cama y comida. Cuando el ventero sale le
pregunta:
—¿Y usted por dónde venía?
—De allá —le dice el jinete.
—No puede
ser. El lago Constanza nunca tiene
más de una pulgada de
espesor.
Entonces
el jinete se cae muerto.
---------------------------------------------------Publicado
en Variopinto (MexDF), El Silenciero (Ciudad Juárez), El Vigía (Ensenada), Zeta (Tijuana), RíoDoce (Culiacán), Punto y
Aparte (Xalapa) y El Heraldo (San
Blas).
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