En memoria de
Arturo Rosenblueth
Vieyra
En una cierta época
de México y del mundo se entraba en la política porque había muchos pobres. Una
vocación política estaba definida por la ilusión de poder algún día hacer algo
para que ya no hubiera tantos pobres. Con ese fin se aspiraba al poder
político. Se creía que sólo con y desde el poder del Estado se podían
establecer políticas que pudieran abatir los índices de pobreza.
Lo creían incluso los priístas, aunque
más creíbles parecían los panistas por su idealismo (de los años 40 o 50) y
sobre todo los comunistas. No estaba bien que hubiera tantos pobres porque en
la pobreza —muchos en la miseria— no se podía tener acceso a buenos servicios
médicos, a vivienda modesta pero digna, a buenos alimentos y a escuela. No se
podía estudiar si no se llevaba algo en el estómago. En la pobreza las cosas de
una generación a otro no podían cambiar. Los niños en ciertas zonas rurales
podían morir de una enfermedad gastrointestinal que en la ciudad podía curarse
con un antibiótico.
Ahora ni siquiera les pasa por la
cabeza a los grillos pensar (cuando piensan) en los pobres, mucho menos cuando
están en la fila de la caja del la cámara de diputados cobrando sus dietas: lo
que les corresponde de cajón por ocupar el escaño y lo que se pagan a sí mismos
cuando encabezan comisiones. Y ahora se están inventando más comisiones para
cobrar más. Siempre están discutiendo de dinero. Mejor que nos depositen. Qué
lata hacer cola. Que si pedimos un aumento, que no nos alcanza, que no llegamos
a fin de mes con apenas 200 mil pesos mensuales. O que el presupuesto para los
partidos políticos, que el IFE necesita más dinero, que hay que darle un bono
extra a los magistrados del TEPJF por lo bien que hicieron su labor los
sinvergüenzas. Dinero. La política es dinero.
Y es como un cajero en el que
funcionarios públicos, senadores, diputados, policías, maestros sindicalizados
o no, militares, meten su tarjetita y sacan dinero. Se eso se trata.
Pero en fin, que ganen lo que ellos
mismos aprueban que tiene que ganar. Para que puedan pagarse un buen platillo
en El Cardenal o en el Bellinhausen (cuya cocina y no es tan buena). Vienen de
los estados a México y se la pasan bomba en los restaurantes de la Zona Rosa,
de Insurgentes Sur (en el Palomino) o de Santa Fe. Felices. Está bien. Qué
bueno. Que coman bien y sabroso unos años. No les va a durar toda la vida. Que
tomen sus aviones 52 veces al año a provincia, que utilicen bien sus seguros de
vida particulares, uno nunca sabe. Para eso es el dinero que entra a México por
concepto de petróleo o de los impuestos. Para que viajen al extranjero con
viáticos, a darse la vuelta por Europa o por Asia. Qué bueno que conozcan mundo
y que no anden dando lástima allá en sus viajes, que lleven un buen billete
para sus gastos. De quedarse en Sahuaripa o en Sebastián del Oeste nunca se
hubieran subido a un avión de Lutfhansa.
Está bien pagar impuestos para que el
licenciado Beltrones se compre más corbatas Hermes de tres mil esos, para que
el licenciado Gamboa se compre otra camioneta, para que el hijo de Marta
Sahagún se pasee ya sin temer con su fuero y pueda seguir haciendo negocios con
sus cuates. Para eso se meten de diputados, para conseguir impunidad (el bien
más valioso de la política mexicana) y por los 200 mil pesos mensuales (salario
mínimo) durante tres años.
Es un sistema de saqueo. México es como
una bola de queso y su clase política se compone de los gusanos que se comen la
bola hasta hartarse. Pero no se hartan. No se la acaban.
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